La ninfa Eco, contaba Ovidio, se enamora de un presumido
joven llamado Narciso, hijo de otra ninfa, Liríope de Tespia. Un dios del río,
cuyo nombre era Céfiso, amaba tanto a Liríope que la había rodeado con sus
corrientes, una y otra vez, hasta que la atrapó en sus trayectorias y logró concebir
un hijo con ella. La madre, preocupada por el bienestar de su hijo Narciso, decidió
consultar a un vidente, Tiresias, quien le dijo a la ninfa que el chico “viviría
hasta una edad avanzada mientras nunca se conociera a sí mismo”, según apunta la Wikipedia. Después de
Narciso haber rechazado el amor de la ninfa Eco, y haber causado con ello su
muerte al punto de que de ella solo se conservaba la voz, Narciso sintió sed y
se dirigió a un pozo a beber. La tragedia consiste en saber que el joven murió allí,
contemplando su propia imagen.
Percibirse, reconocerse,
observarse, es tal vez la verdadera tragedia de esta historia, contradiciendo
todos los procesos que conducen a sobrellevar la vida mediante el conocimiento
de sí mismo. Por supuesto que Sócrates se revuelve en su tumba porque Narciso
representa lo antagónico del saber y la existencia: el supuesto de que “solo sé
que nada sé” queda en entredicho y lo que parecía una historia de los dioses tutelares
se convierte en una aguda contradicción de la filosofía.