La parte trasera del limbo no parece nada desagradable. Allí hay cosas
para aprender.
Algunos pudieran pensar que hablamos del limbo como aludiendo al
panorama que existe entre el infierno y el cielo; otros dirán que es posible considerar
la retaguardia de una chica de certificación ISO 900, o sea muy bella, que se
desplaza por un lado de la playa sin preocuparse por las miradas que le caen de
todas partes con un goce del cual no es ajena; finalmente el limbo para otros
anuncia cualquier cosa que se encuentre en un rincón de su casa, lejos de la
mirada de los visitantes o de los intrusos que a veces fisgonean so pretexto de
admirar los jarrones, los cuadros o las cortinas de la sala.
Todos se equivocan. El limbo está ubicado en alguna parte del
cerebelo, muy cerca de esa máquina indomable que guarda los recuerdos con mucha
meticulosidad porque al recibirlos, solitarios o en manada, los pule con un
paño limpio permitiendo que algunos brillen más que otros aunque hayan sido
utilizados con más frecuencia por razones estéticas, utilitarias o simplemente
hedonistas.
Es muy difícil controlar el manejo de los recuerdos y siempre habrá
alguno más aprovechado que otro al utilizarlos para su conveniencia: es así
como se desfiguran las autobiografías de tal manera que los posibles biógrafos
encuentren una serie de atajos que, en fin de cuentas, únicamente están
camuflando las visiones de una vida.
Como los infantes no tienen recuerdos que valgan la pena, a ellos les
asignaron el discreto y menguado papel de guardianes del limbo dizque para
evitar cualquier estropicio. Pero, a medida que los niños crecen, se van
desdibujando los límites del limbo infantil y comienzan a pertenecer poco a
poco al mundo de los adultos que saben manipularlos a su acomodo. Como el
proceso es automático --y muy pocos saben hospedar en el limbo mayor las
verdaderas reminiscencias, las de verdad, las que nutren las experiencias, las
que concurren periódicamente a lo cotidiano, las que se solazan en el
consultorio de un freudiano--, entonces llegan hasta allí un montón de
impurezas que ya son difíciles de expulsar.
Desde aquel momento en que se contaminan las memorias, el papel del
limbo deviene subalterno y muchas personas, para no tener problemas con el
pasado, deciden hacerlo a un lado y acudir a su encuentro solo si existe el
peligro de que una fuga produzca un alud de acontecimientos inesperados,
inmanejables, que arruinan el limbo y lo dejan a merced de los mercenarios. De
todos modos, para los que sí saben hacerlo, el limbo representa un activo de
importantes alcances que puede someterse pasivamente cuando se lo necesite, o en
forma activa de acuerdo a unas circunstancias que hagan necesario revelarlo
para acabar una disputa o confirmar una aseveración.
En el limbo no se puede lidiar con las emociones porque ellas pertenecen
a unas categorías de conducta que solo los muy racionales pueden entender y
manejar. Este oficio, por supuesto, es el más complejo que existe por lo indomables
que son los sentimientos y el complejo territorio donde pueden gobernarse de
una manera genuina y eficaz. Es por ello que la versión utilitaria del limbo
todavía es poco reconocida, y la verdad es que, al fin de cuentas, dicha tierra
media está habitada por tortuosos que juegan al vaivén de los sucesos y
mantienen su vigencia para que los mentalistas acaso hagan su vida y se puedan
presentar en televisión.