Lo que vamos a contar enseguida es una cadena de acontecimientos,
ocurridos en diversas épocas y en diferentes escenarios bajo el signo de una
fatalidad a la cual no le cabría la sospecha de determinista. El panorama de
una vida es tan desigual que unir sus fragmentos en un conjunto ligeramente
homogéneo es una tarea casi imposible; de allí surge el descrédito de las
biografías y, aun peor, de las autobiografías con las cuales un personaje
podría reivindicar algunos aspectos de su rica o menguada existencia.
Si subsiste la ficción como una posibilidad narrativa, ella es
también una contingencia entre una verdad inasible y una realidad asequible.
Tampoco alcanza a ser una postverdad porque la coherencia de los hechos tiende
a superar el énfasis de las emociones. Esa es la clase de indeterminación que
convoca a la imaginación como principal encubridora de unos sucesos que nunca
se conocerán hasta el fondo.
Dirán que estamos fabricando una coartada para seguir adelante con
estas historias sin la expectativa de que sean aceptadas. Habrá entonces mucho
ruido en torno a ellas: los amantes devotos, los dueños de algunos pormenores,
los intérpretes, los adoradores del sol, los músicos que lo evocan, los
testigos indirectos, los testimonios ex post
facto, los fabricantes de leyendas, los uruguayos, los franceses,
los argentinos, y una pléyade de apasionados que van a gritar desaforadamente
porque un hombre de una cultura distinta se atreva a pernoctar al lado de la
leyenda.
Por fortuna no se trata de asumir un riesgo al que debamos
gambetear sagazmente. Se trata, si es posible decirlo, de poner los ojos donde
tal vez otros no los hayan puesto, o por lo menos con descuido.