Cada que lo pienso una y otra vez,
deduzco que el egoísmo es un creciente mal universal. Lo que inquieta de este
fenómeno es la inmutabilidad de su existencia, la capacidad que tiene el
egoísmo para subsistir y reproducirse. Esa es precisamente la pregunta
esencial: ¿es el egoísmo un escudo protector de mi yo, del mismo perfil que el
arma elegida por Hans Solo para defender a la tierra de sus invasores?
Si el egoísmo es la defensa de mi individualidad,
entonces puede verse como una forma de protección de mi yo, como las púas de una planta carnívora. En la medida en que
crecen las dificultades de la vida
diaria y se encuentran solo respuestas tradicionales o precarias para bregar
con los problemas, en ese momento podemos pensar si podemos arrojarlo de
nosotros a pesar de que el egoísmo está tan adherido o fusionado con nuestra piel.
No obstante, lo más difícil es
transformar el egoísmo en colaboración. Cualquier síntoma de empatía con los
demás, cualquier muestra de apertura —v.g., solo escuchar de verdad al otro, oírlo genuinamente— y en ese momento los muros del egoísmo empiezan a flaquear. Solamente
cuando lo expulsamos de nuestro ser, convertimos el egoísmo en una verdadera
arma de solidaridad