domingo, 27 de diciembre de 2020

In memoriam Mario Arrubla

 Inés, algo se perdió en mí cuando Mario se fue. Hoy mi esposa me ha deleitado con un rissoto de la mejor calidad y este plato italiano me evocó de inmediato un dialogo de Estanislao con Mario que oí en el café Los Cardenales en torno a Gramsci, con el cual se me abrieron los oídos a la dialéctica y sus activismos inevitables. Empeñado en esta evocación me dio por recobrar a Sartre Cien Años, ese libro en el cual puso Mario sus mejores condiciones de polígrafo: eligió los autores, hizo y supervisó las traducciones y las ilustraciones, invitó a sus amigos más inteligentes y recopiló la bibliografía para completar ese enorme volumen sobre Sartre (más de 460 páginas) que es una joya para calificar a su editor como un sobresaliente intelectual sin apariencias. Solo con pensar en la gran cantidad de tiempo y energía que gastó Mario para diseñar y dar al público este libro (la exigencia consigo mismo y el respeto a sus colaboradores), me releva de verbalizar otras lecturas suyas en Estrategia que le sirvieron a mi mente adolescente para explicar la realidad de un país que yo estaba viviendo, como joven militante del MRL y como mensajero de Gabo en Prensa Latina  --según la foto que circula profusamente en unos libros. Creo poder decir, Inés, que este recuerdo no pasa de un par de evidencias, pero tiene el mérito de servir a mi propósito de ratificar la identidad que esa época me proporcionó la semicercanía con tu padre. 

sábado, 26 de diciembre de 2020

de la novela y su extensión

 Liz,

Sobre novela breve no es mucho más lo que se puede decir. Excepto que empieza a ponerse de moda, tal vez porque la prisa de los tiempos nos obliga a leer rápido en estos países y los cuentos también cumplen ese mismo propósito. Lo que asombra es ver en las playas de esta época a una señora con una novela de mil paginas, de esas que solo escribía Don Delillo, o una cortica como las novelas policíacas y de aventuras. Eso quiere decir que para gustos no hay disgustos.

Personalmente creo que ese debate, desde el punto de vista de los autores, ya se está gastando: lo que cuenta no es la extensión (breve, larga, larguísima) sino el contenido, el mensaje. Los ojos de un editor serán por supuesto diferentes: prefieren una novela entre 80 mil y 200 mil palabras que se vende, a muchos títulos de poesía que no se venden. En EEUU es peor: muchos escritores escriben con la mirada puesta en una película de su novela, porque así van a ganar un dineral.

Entonces ya el asunto es individual: uno como cuentista (y estoy viviendo en carne propia esa experiencia), construye un cuento de 200 a mil palabras con cierta facilidad, pero cuando se mete a las ligas mayores necesita un proceso de adecuación. Por ejemplo, empecé un relato con ánimo de enviarlo a un concurso de Novela Breve en España, pero cuando se venció la fecha del envío no estaba siquiera en la mitad. Algo hay que se me atraviesa: reviso el diseño, la bibliografía que estoy usando, repaso las líneas, rediseño los personajes y en este ajetreo se me va el tiempo. Parálisis por análisis, como dice mi aforismo.

Mi novela trata del viaje de los restos de Gardel cuando los argentinos pidieron expatriarlo desde Medellín en 1935. Hay un personaje real que sobrevivió al accidente y se perdió: yo lo redescubrí, le di una voz, una cara, una familia y un oficio para que contara lo que ocurrió antes y lo que pasó después. Gardel no es mi personaje sino el pretexto para ambientar unas situaciones políticas argentinas que precedieron el viaje y otros pormenores de luchas por el poder que ocurrieron aquí durante el gobierno de López Pumarejo. Ahí voy.  Entonces, mientras no termine este esfuerzo, veré aplazada la posibilidad de diseñar una novela sobre la Violencia en el Quindío que tiene pocos cultores.

En las novelas de Moravia hay personajes así, voy a repasar las que tengo. De modo que puedes ayudarme describiéndome un personaje italiano que lo pueda añadir a la figura del mejor amigo de Gardel, Alfredo Le Pera, administrador y compositor, que lo acompañó por muchas parte de su vida.


Libros en los camellos

En su libro de 1996,  A History of ReadingAlberto Manguel describió a un potentado persa del siglo X quien, según los informes, viajó con su colección de 117.000 libros cargados a lomos de "cuatrocientos camellos entrenados para caminar en orden alfabético". Esta es la mas ilustrativa demostración de la razón por la cual la cultura persa floreció  brillantemente en su época. 

Suposiciones sobre la mediocridad

A       Hace unos días le escribía a mi amigo AR que se me había venido a la cabeza una meditación reciente y quería compartirla al riesgo y por cuenta propia mientras me llegaban otros datos para mejorarla.  Llevo tiempo con esa carga y no me atrevía a enunciarla para no herir susceptibilidades sin una idea germinal. Y creo que ya encontré esa idea: ¿será que el síndrome de los quindianos es la mediocridad? He tratado de darle respuesta a esa pregunta y casi siempre caigo en un mar de lugares comunes que no me satisfacen: ¿por qué la mediocridad  se ensañó con nosotros? Lo sigue entonces es una generalización personal que puede ayudar a pensar algunas de las razones de nuestro subdesarrollo.

    Una primera versión, que no me gusta demasiado pero puede servir de ayuda, la he denominado, tal vez impropiamente, como genética: los quindianos no heredamos del todo la energía, la vitalidad, la necesidad de alcanzar logros que tenían los primeros colonizadores ---quienes además de conseguir plata (un baldío, una finca, un almacén, una recua) traían consigo de Antioquia unos valores cristianos más o menos sólidos. Por cierto que esos valores religiosos eran mas humildes que los protestantes, cuyo objetivo principal era el beneficio, el logro, con cuyo criterio Lutero empezó el cisma religioso en Alemania alegando que ser rico era una obligación de la humanidad, concepto que dio origen, según varios autores, al capitalismo de la época[1].

    Hablando de nuestro pasado lejano, y de sus maneras de ser, hubo muchos colonos paisas que se derramaron por Aguadas, Pácora y Salamina, por Salento, y por Pereira por supuesto, pero aquí también vinieron los boyacenses y los caucanos, entre otros, que no son unas etnias interesadas en el progreso sino en la estabilidad: ellos son mansos, tímidos, laboriosos, maliciosos y en cambio los descendientes de antioqueños son aventados, gritones, apostadores y machistas, y estas conductas son mas parecidas a la ética de los protestantes en cuanto al afán por el dinero que aquellos valores arraigados y conservadores que mostraban los orientales.

    Observen este ejemplo, que imprudentemente lo llamo sociológico: a principios del siglo XX en Calarcá hubo dos calles, la calle de Fusa habitada por cundiboyacenses –muchos de ellos provenientes de Anaime[2]-- que cultivaban papa, yuca y arracacha con muy buen tino y se enriquecieron sacando sus cosechas en mulas y bueyes hacia Cajamarca e Ibagué con estupendos resultados. La otra calle, que abarcaba la plaza principal, estaba compuesta por familias de raigambre antioqueña, casi todos cafeteros, jugadores y caballistas que les interesaba más el bienestar de sus familias y la conservación de sus fincas cultivando plátano y café que no exige un trabajo afanoso sino durante la cosecha y permite cierto confort en el entretiempo. 

    En una investigación elemental que hice hace años (de gabinete, no de campo), encontré que los calarqueños de la calle de Fusa solían mandar sus hijos a la Universidad del Cauca, en tanto que los de la Plaza de Bolívar no les importaba sino conservar la finca y administrar la botica, el almacén y los peones durante la recolección. Sin embargo, hubo una generación de ricos propietarios, de ascendencia antioqueña casi todos, que en la década del 50 se fueron para Bogotá ahuyentados por la Violencia y educaron a sus hijos en la capital, algunos de ellos con lujo de competencia, pero no regresaban sino a las fiestas de la cosecha en junio. Dejaron sus propiedades aquí y las administraban con mayordomos que les rendían virtuosas cuentas por teléfono. Sus hijos e hijas fueron y son profesionales destacados en Bogotá (todavía hay allá una docena de ellos que pueden mencionarse), pero nunca más regresaron al Quindío sino en sus recuerdos de la mazamorra y el dulce de vitoria. Esta situación (fielmente repetida en Armenia donde los ricos se fueron en la misma época para Cali) dejó al Quindío sin una excelente clase dirigente profesional que le hubiese dado un importante lustre a la región.

    Una segunda versión más despiadada de la mediocridad está relacionada con el tema del clientelismo político que aún subsiste con diferentes mañas. La dichosa paridad que nos dejó el Frente Nacional –hasta que se abolió años después— obligaba a que los directorios políticos proveyeran a dedo los empleados en forma paritaria: si había un jefe de sección conservador, había que nombrar un jefe de sección liberal sin darle demasiada importancia a su idoneidad. De esa manera se fueron improvisando roles y cargos en manos del primer incompetente que apareciera primero y las exigencias de las funciones de la administración pública fueron cayendo en empleados mediocres para quienes lo importante era conservar el empleo. El sistema político (aquí y en todo el país, por supuesto) se sostenía mediante esa práctica porque los caciques pagaban con puestos las ayudas de sus amigos y ellos se convertían en una palanca que servía para alimentar la reelección con los votos amarrados de la familia y de los vecinos.

    Nace así lo que denomino el fenómeno de la sumisión vergonzante que se explica así: en una región donde el empleo es muy escaso, yo acepto el empleo que me das pero me da vergüenza tener que aceptar a cambio tus órdenes y requerimientos, incluso de los corruptos, para que mi familia no pase necesidades. El frente nacional creó esa cultura y ella impregnó las costumbres políticas hasta el día de hoy. Los principios y los programas de progreso no valen nada porque la perpetuación en el poder, por parte de los caciques y sus conmilitones, se hace por la vía de la burocracia pública y de sus contratos como lo vemos a diario. Ya es conocida la historia de la fábrica alemana de compost de ABB que se retiró abruptamente de Armenia debido a una discusión personal en la Junta de esa empresa entre dos importantes ingenieros quindianos que solo querían tener para sí el contrato de movimiento de tierras!

    En este hipotético escenario, la sumisión vergonzante da origen a la mencionada mediocridad: los funcionarios así nombrados, desde el más alto al más bajo, evitan correr riesgos innecesarios, se prestan a componendas, esconden información, falsean cifras y no trabajan nada más de lo que deben porque “haga o no haga llega la paga”. De esta manera se disemina por todas partes una conducta de actos grises y anodinos que escasamente sirven para un crecimiento ordinario de la economía local. Los mejores profesionales (salvo notables excepciones desde luego) actúan así y, acuciados por sus propias familias de no crear problemas en el trabajo, se van deslizando por un tobogán de mediocridades que no tiene ya salvación alguna. Ni se diga de los esfuerzos perdidos por los docentes universitarios cuando observan que la enorme consagración a sus deberes se ha perdido del todo.

    Que todo esto que escribo a vuela pluma sirva como una hipótesis, es lo menos que puedo aguardar al describirla.



[1] Puedo dar bibliografía de McClelland, de Tawney, de Sombart, de Weber (y aun el libro de Lopez Michelsen sobre la estirpe calvinista de nuestras instituciones) pero será abundar demasiado.

[2] Anaime fue fundada por el antioqueño Jesús Maria Ocampo, Tigrero, pero los orientales llegaban primero allí antes de venir al Quindío y ocupar las laderas orientales de esta región con cultivos de papa, yuca y arracacha.