A Hace unos días le escribía a mi amigo AR que se me había venido a la cabeza una meditación reciente y
quería compartirla al riesgo y por cuenta propia mientras me llegaban otros datos para mejorarla. Llevo tiempo con esa carga y no me atrevía a enunciarla para no herir susceptibilidades
sin una idea germinal. Y creo que ya encontré esa idea: ¿será que el síndrome de los
quindianos es la mediocridad? He tratado de darle respuesta a esa pregunta y
casi siempre caigo en un mar de lugares comunes que no me satisfacen: ¿por qué
la mediocridad se ensañó con nosotros?
Lo sigue entonces es una generalización personal que puede ayudar a pensar algunas de las
razones de nuestro subdesarrollo.
Una primera versión, que no me gusta demasiado
pero puede servir de ayuda, la he denominado, tal vez impropiamente, como genética: los quindianos no heredamos del todo la energía, la
vitalidad, la necesidad de alcanzar logros que tenían los primeros
colonizadores ---quienes además de conseguir plata (un baldío, una finca, un
almacén, una recua) traían consigo de Antioquia unos valores cristianos más o menos sólidos. Por
cierto que esos valores religiosos eran mas humildes que los protestantes, cuyo
objetivo principal era el beneficio, el logro, con cuyo criterio Lutero empezó el cisma religioso
en Alemania alegando que ser rico era una obligación de la humanidad, concepto
que dio origen, según varios autores, al capitalismo de la época.
Hablando de nuestro pasado lejano, y de sus maneras de ser, hubo muchos colonos paisas que se derramaron por Aguadas,
Pácora y Salamina, por Salento, y por Pereira por supuesto, pero aquí también
vinieron los boyacenses y los caucanos, entre otros, que no son unas etnias
interesadas en el progreso sino en la estabilidad: ellos son mansos, tímidos,
laboriosos, maliciosos y en cambio los descendientes de antioqueños son
aventados, gritones, apostadores y machistas, y estas conductas son mas parecidas a la ética
de los protestantes en cuanto al afán por el dinero que aquellos valores
arraigados y conservadores que mostraban los orientales.
Observen este ejemplo, que imprudentemente lo
llamo sociológico: a principios del siglo XX en Calarcá hubo dos calles, la
calle de Fusa habitada por cundiboyacenses –muchos de ellos provenientes de
Anaime--
que cultivaban papa, yuca y arracacha con muy buen tino y se enriquecieron
sacando sus cosechas en mulas y bueyes hacia Cajamarca e Ibagué con estupendos
resultados. La otra calle, que abarcaba la plaza principal, estaba compuesta
por familias de raigambre antioqueña, casi todos cafeteros, jugadores y
caballistas que les interesaba más el bienestar de sus familias y la
conservación de sus fincas cultivando plátano y café que no exige un trabajo
afanoso sino durante la cosecha y permite cierto confort en el
entretiempo.
En una investigación elemental que hice hace años (de gabinete, no de
campo), encontré que los calarqueños de la calle de Fusa
solían mandar sus hijos a la Universidad del Cauca, en tanto que los de la
Plaza de Bolívar no les importaba sino conservar la finca y administrar la
botica, el almacén y los peones durante la recolección. Sin embargo, hubo una
generación de ricos propietarios, de ascendencia antioqueña casi todos, que en
la década del 50 se fueron para Bogotá ahuyentados por la Violencia y educaron
a sus hijos en la capital, algunos de ellos con lujo de competencia, pero no
regresaban sino a las fiestas de la cosecha en junio. Dejaron sus propiedades
aquí y las administraban con mayordomos que les rendían virtuosas cuentas por
teléfono. Sus hijos e hijas fueron y son profesionales destacados en Bogotá
(todavía hay allá una docena de ellos que pueden mencionarse), pero nunca más
regresaron al Quindío sino en sus recuerdos de la mazamorra y el dulce de
vitoria. Esta situación (fielmente repetida en Armenia donde los ricos se
fueron en la misma época para Cali) dejó al Quindío sin una excelente clase
dirigente profesional que le hubiese dado un importante lustre a la región.
Una segunda versión más despiadada de la
mediocridad está relacionada con el tema del clientelismo político que aún
subsiste con diferentes mañas. La dichosa paridad que nos dejó el Frente
Nacional –hasta que se abolió años después— obligaba a que los directorios
políticos proveyeran a dedo los empleados en forma paritaria: si había un jefe
de sección conservador, había que nombrar un jefe de sección liberal sin darle
demasiada importancia a su idoneidad. De esa manera se fueron improvisando
roles y cargos en manos del primer incompetente que apareciera primero y las
exigencias de las funciones de la administración pública fueron cayendo en
empleados mediocres para quienes lo importante era conservar el empleo. El
sistema político (aquí y en todo el país, por supuesto) se sostenía mediante
esa práctica porque los caciques pagaban con puestos las ayudas de sus amigos y
ellos se convertían en una palanca que servía para alimentar la reelección con
los votos amarrados de la familia y de los vecinos.
Nace así lo que denomino el fenómeno de la sumisión vergonzante que se explica así:
en una región donde el empleo es muy escaso, yo acepto el empleo que me das pero me da vergüenza tener que aceptar a
cambio tus órdenes y requerimientos, incluso de los corruptos, para que mi
familia no pase necesidades. El frente nacional creó esa cultura y ella
impregnó las costumbres políticas hasta el día de hoy. Los principios y los
programas de progreso no valen nada porque la perpetuación en el poder, por
parte de los caciques y sus conmilitones, se hace por la vía de la burocracia
pública y de sus contratos como lo vemos a diario. Ya es conocida la historia
de la fábrica alemana de compost de ABB que se retiró abruptamente de Armenia debido
a una discusión personal en la Junta de esa empresa entre dos importantes
ingenieros quindianos que solo querían tener para sí el contrato de movimiento
de tierras!
En este hipotético escenario, la sumisión
vergonzante da origen a la mencionada mediocridad: los funcionarios así
nombrados, desde el más alto al más bajo, evitan correr riesgos innecesarios,
se prestan a componendas, esconden información, falsean cifras y no trabajan
nada más de lo que deben porque “haga o
no haga llega la paga”. De esta manera se disemina por todas partes una conducta de
actos grises y anodinos que escasamente sirven para un crecimiento ordinario de
la economía local. Los mejores profesionales (salvo notables excepciones desde
luego) actúan así y, acuciados por sus propias familias de no crear problemas
en el trabajo, se van deslizando por un tobogán de mediocridades que no tiene
ya salvación alguna. Ni se diga de los esfuerzos perdidos por los docentes
universitarios cuando observan que la enorme consagración a sus deberes se ha perdido
del todo.
Que todo esto que escribo a vuela pluma sirva
como una hipótesis, es lo menos que puedo aguardar al describirla.