Hay personas como algunas casas: llenas de cuartos vacíos y de alcobas
colmadas de cosas inútiles y protegidas con altas paredes que no dejan ver
nada sino la oscuridad de los muebles antiguos y
desvaídos. Son personas hechas de escudos, de torres y de castillos –como esos
de San Felipe, con agujeros para los cañones-- que quieren ser todo lo
impenetrables que se pueda para que la desconfianza no se les vea en
medio de las barreras de su personalidad.
El miedo, si el miedo, las ha vuelto a ellas ocupantes especiales de
un espacio construido para que no penetre el mundo exterior (y quizás menos la
luz de afuera) de tal modo que se puedan conservar intocables todos sus
gestos, los ademanes que no se pueden revelar y las palabras que tapan su exposición ante los demás. Encerradas en sí mismas, estas personas se ponen lejos de una comunicación genuina y se van marchitando, a los ojos de los demás, mientras su persistencia en la muralla cobra su frutos en la soledad.
En cambio hay otras cuyos espacios vitales son tan abiertos que entran más luces de las que debiera y así la casa donde habitan es una muestra de confianza a cuyas escalinatas uno se puede acercar con la creencia cierta de una hospitalidad fértil y larga.