martes, 27 de noviembre de 2018

las lagunas biográficas


Hace rato nos viene a la mente la idea de construir un diálogo constructivo entre los escritores y sus “lagunas” vitales.
La historia de los artistas e intelectuales están llenas de lagunas de su vida que suelen pasar por alto no solo sus biógrafos, sino también los lectores distraídos y también los más amigos del personaje. (A propósito, Borges decía que las notas escritas a mano en los márgenes de los libros son una forma literaria). Por tanto, cada día estamos más convencidos que este género de narraciones “lagunas” valen como una inestimable mina de oro para los novelistas.
Veamos algunos ejemplos de las lagunas literarias. El novelista francés Mathias Énard (un orientalista de 46 años, profesor de árabe y hoy radicado en Barcelona) insistió con un viaje auténtico que hizo el escultor Miguel Angel a Constantinopla invitado por el sultán otomano Bayezid II para que le ayudase a construir el puente sobre el Bósforo. Autor de “Dígales sobre batallas, reyes y elefantes" (Tell Them of Battles, Kings, and Elephants) y otros relatos, este libro de Énard es un recuento de su formidable y erudita atracción hacia esa laguna episódica de Miguel Angel en Turquía allá por los años de 1506.
            Siguiendo esta misma reflexión, de igual modo se pueden hacer unas búsquedas igual de interesantes de “lagunas biográficas” como el extenso poema de Derek Walcott sobre la influencia del Caribe en los paisajes impresionistas de Camille Pissarro; o sobre el viaje por tres días a Paris de Constantine Cavafy y las incidencias del mismo, según lo describe una novela de Ersi Sotiropoulos, según lo relata el crítico Julian Lucas en The New Yorker (https://www.newyorker.com/contributors/julian-lucas) al reseñar la aventura turca de Micheangelo.
            Confesamos que nos ha gustado imaginar algunas lagunas biográficas en nuestro entorno cultural como estas: el poeta Leon de Greiff como contabilista en la empresa del ferrocarril que montaba las traviesas en la vía de Bolombolo a La Pintada; la vicisitudes de Dario Jaramillo Agudelo como jefe del área cultural del Banco de la República y su deleite con los numerosos libros que le llegaban; las charlas ruidosas y sugerentes de Estanislao Zuleta con Mario Arrubla en el café Los Cardenales, mientras Carlos Lemos Simmonds trataba de calmarlos en la misma mesa; y las conversaciones literarias de Jorge Gaitán Durán con Eduardo Cote Lemos en la barra del café Excelsior mientras repasaban los manuscritos de los colaboradores de Mito, muy cerca de Lopez Michelsen tomando café y discutiendo con Indalecio Liévano Aguirre algún pormenor de la vida de Nuñez.
            Y, para ir más lejos, a Franz Kafka hablando solo en el baño de la compañía de seguros de accidentes laborales donde trabajaba, lamentando la forma como había muerto una de sus hermanas en el campo de exterminio de Auschwitz; Vladimir Nabokov explicándole a un colega de la universidad de Cambridge el papel de Humbert Humbert con la nínfula que lo traía loco; o, finalmente, a Cervantes esperando que unos burócratas del Consejo de Indias en Cádiz aceptaran su solicitud para viajar al Nuevo Mundo como oficinista letrado.
No hay duda que la novelística tiene un terreno muy ancho y muy largo para el goce. 

el paradigma de los micos


  
Dada la tendencia humana a crearnos paradigmas mentales que no nos dejan mover de nuestro sitio, vale la pena repetir una historia, originada al parecer en una revista científica, sobre el comportamiento de un grupo de micos bajo situaciones puramente experimentales. 

Un equipo de científicos ubicó cinco monos en una jaula, en cuyo centro colocaron una escalera y, sobre ella, un montón de bananos. Cuando un mono subía la escalera para agarrar las  bananos, los científicos lanzaban un chorro de agua muy fría sobre los se que quedaban en el suelo.

        Después de algún tiempo, cuando un mono de ese grupo intentaba subir  la escalera, ahí mismo los otros lo agarraban a golpes. Pasados los días, ningún mono se atrevía a subir la escalera a pesar de la enorme tentación de los bananos.
 
Entonces, los científicos hicieron un cambio: sustituyeron a uno de los  monos. La primera cosa que hizo el nuevo fue subir la escalera, de la cual fue bajado rápidamente por los otros  quienes le dieron una terrible tunda al novato. Después de algunas palizas, el nuevo  integrante del grupo ya no subió más la escalera.
 
Un segundo mono fue sustituido, y ocurrió lo mismo. Incluso el primer sustituto participó con entusiasmo de la  paliza al novato. Cuando el tercero fue cambiado, se repitió el mismo evento. Vino el cuarto y, finalmente, el último de los veteranos también fue sustituido.
 
Los científicos se quedaron entonces con un grupo de  cinco monos nuevos que, aún cuando nunca recibieron un baño  de agua fría, continuaban golpeando duramente a aquel o aquellos que  intentasen subir por la escalera para llegar hasta los bananos.
 
La moraleja es simple: si acaso fuese posible preguntar a algunos de los monos por qué razón le pegaban a quien intentase subir la escalera,  con certeza la respuesta de alguno de los simios sería: "No sé, pero aquí siempre se han hecho las cosas así”."

¿No les suena muy habitual esa conducta? ¿No es de ahí de donde se supone que nace la resistencia al cambio? ¿Entonces ya vemos más claramente cuál el origen de los paradigmas arcaicos en que nos encerramos a veces muy tercamente?


sábado, 24 de noviembre de 2018

"la casa" de mujica laínez

    Transcribo la esplendida columna de Gustavo Paéz Escobar sobre una novela de Manuel Mujica Laínez, un escritor argentino, contemporáneo de Jorges y de Bioy Casares, que ha magnificado mi olfato literario.


La misteriosa casa de Manuel Mujica

Por Gustavo Páez Escobar

Durante varios meses estuve buscando en las librerías de Bogotá la novela La casa, de Manuel Mujica Láinez, agotada desde años atrás. Hasta que al fin apareció un ejemplar en la librería Torre de Babel, bien conservado a pesar de los 30 años de su existencia. Este libro, salido en 1988, pertenece a la décima edición efectuada por Editorial Sudamericana (la primera fue en 1954).

Es una de las novelas más sugestivas de la literatura argentina, cuya acción se desarrolla en una suntuosa casa señorial construida a fines del siglo XIX y situada en la calle Florida de Buenos Aires. Sus propietarios son el influyente senador don Francisco y su esposa doña Clara, padres de 4 hijos, y protagonistas todos de singulares sucesos que cautivan la atención del lector.

En realidad, el principal actor de las varias historias que narra el novelista es la noble casona,  convertida en un ser con vida propia, que habla, ríe, sufre, presencia hechos horrendos, se recuesta en su pasado de glorias y se duele de su demolición inevitable. Hay momentos en que se escuchan voces estremecidas entre las paredes que van flaqueando, y surgen reales fantasmas que brotan de la propia intimidad de quienes habitan la residencia. O las residencias, porque todos llevamos una casa a cuestas.

Esta casa de Manuel Mujica es, cómo no, el grito silenciado que se esconde en el alma cuando volvemos al pasado y nos enfrentamos a las sombras inocultables. Al iniciarse la novela, la casa nos pone en sintonía de lo que va a pasar: “Soy vieja, revieja. Tengo 68 años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día”. Sí: la están matando, la están desmantelando y descuartizando, la están despojando de sus lustres y sus pergaminos, para volverla el esqueleto que pronto llegará a ser. Pero antes dirá su verdad.

Ella ha presenciado un crimen que nadie vio –el crimen del balcón– y capta el drama del hijo loco. Por eso, clama con furor enardecido cuando se inclina alguna columna y tapa la realidad. Ella sabe de las lujurias cometidas en los cuartos cómplices; de las intrigas, los chismes y los enredos de la esclarecida familia; de las infidelidades urdidas en el secreto de las alcobas; de los pecados cuyo eco por la casona solo ella percibe, lo abomina y le eriza la piel.

Mientras tanto, resuena el carnaval que sacude a la ciudad y se siente con mayor ímpetu en la inquieta calle Florida, frente a la residencia patricia. La casa, aquí y en todas partes, hoy y siempre, es un termómetro de la conciencia. Es el reflejo de lo que llevamos adentro. En eso reside la magia de Manuel Mujica al escribir su obra cumbre.

El escritor nació en Buenos Aires en 1910 y murió en La Cumbre, Córdoba, en 1984. Sobresalió como crítico de arte, periodista y novelista. Su obra narrativa, con fondo histórico, ocupa puesto destacado en la literatura argentina. Venía de una familia aristocrática, con raíces de los fundadores de la nación. Después de residir varios años en Europa regresó a su país y se dedicó a la escritura de sus libros. Su prosa es amena, fluida, seductora.

La casa fue escrita entre enero y agosto de 1953, y editada en 1954. Por lo tanto, lleva 64 años de vida, casi la misma edad del autor. Las casas literarias no mueren, como sucede con las físicas: estas se derrumban bajo el peso de los años, y en cambio las literarias sobreviven en los ejemplares que no logra destruir el tiempo, como este que estaba guardado en una librería de viejo y ha motivado la presente columna.

Clara, la esposa del senador, es personaje pintoresco, encantador. Mujer bella y elegante en su juventud, fue perdiendo el encanto físico hasta volverse glotona y obesa. La pasión por el dulce le formó una figura caricaturesca, que no la estorbaba. Genial en sus gustos y disgustos. Siempre se mantuvo vanidosa, autoritaria, intrigante. Su presencia se siente a lo largo de toda la novela. Va y viene. Ya muerta, vuelve muchas veces a las páginas que avanzan, como queriendo decir que no se resignaba al olvido ni dejaba perder su esencia femenina.

La novela está considerada como una alegoría política e histórica de la Argentina. Cuando fue escrita en 1953, Eva de Perón llevaba un año de muerta, y el gobierno de su marido entraba en la decadencia. Muchos de los sucesos que se describen encarnan lo que acontecía en la vida real del país. Hay símiles impresionantes. El derrumbe de la casa es el derrumbe de la Argentina.

viernes, 23 de noviembre de 2018

los falsos demócratas


Es cada día más evidente que los colombianos vivimos una especie de anormalidad política: por una parte, nos proclamamos demócratas, hacemos enormes elogios de la democracia, alabamos la existencia de las elecciones donde se decide la suerte de nuestros gobernantes y, en fin, presumimos de tener la mejor de las democracias latinoamericanas.
Pero, por otro lado, nuestra conducta como ciudadanos que votamos indica que añoramos y reclamamos la presencia de gobernantes fuertes que nos rediman de las potencias del mal… a la fuerza. Somos entonces autócratas in pectore (y no solamente en la política sino también en las costumbres regulares, en el hogar, en la escuela, en la familia), y demócratas de exhibición. Mientras exaltamos los valores democráticos suspiramos por el estilo autoritario de los gobernantes, como la añoranza de unos gobiernos anteriores. Esta incoherencia, esta ambigüedad, se vive casi del mismo modo en las empresas privadas donde los jefes se proclaman tolerantes pero son una legión de déspotas y acosadores.
   Por eso decimos, porfiando en esta tesis, que existen en Colombia dos clases de demócratas: llamamos Demócrata “X”  al individuo que se exhibe como demócrata, que defiende públicamente, y a veces de modo intransigente, los valores democráticos y finge que se hace matar por ellos.  No obstante, en su proceder privado y diario, esos valores evidencian lo contrario: es visiblemente autoritario en las relaciones con los demás, desde la familia hasta el trabajo.  Piensa como un demócrata, y se pelea porque los reconozcan así, pero se conduce como un tirano. De dientes para afuera, es un demócrata; de dientes para adentro, es un autoritario refinado: en suma, es un embaucador de la democracia. 
El Demócrata “X” se ve por todos lados: la desgracia de estos tiempos es esta incongruencia que se inicia en la misma familia, pasa por la escuela y la universidad, llega al trabajo y se propaga por los canales de los partidos políticos hasta la administración del Estado. Los ”X” son aquellos padres “demócratas” que votan como liberales  pero son arbitrarios, intervencionistas y celosos en la casa; son esos profesores y maestros “demócratas” que votan a socialistas pero utilizan la regleta o el tono regañón para imponer sus ideas en la clase ; son los jefes de personal “demócratas” que aplastan sin pensarlo cualquier conato ínfimo de oposición interna.  
     El Demócrata “Y”, por el contrario, es una especie rara: no sólo posee y defiende los valores democráticos, sino que los hace ostensibles en su comportamiento personal de todos los días, en el trabajo o en la familia. Es tolerante con los conceptos ajenos; permite la circulación de las ideas sin imponer las propias; sabe escuchar con paciencia las opiniones contrarias a  las suyas; delega sin temores a quienes sabe maduros para decidir; ofrece a los grupos la oportunidad de llegar al consenso, y tiene de veras alto respeto por las emociones y sentimientos de los demás. 
     Pero, mientras no exista un clima psicológico idóneo para su seguridad, el Demócrata “Y” será una especie anónima y casi irreconocible. Entre otras cosas, porque si permite mucho debate, se lo califica como débil; si sabe oír, se dirá que no tiene ideas propias; si hace poco por imponer su voluntad, se pensará que no tiene pantalones; y si permite demasiado la participación, se dirá que es un blando. Como consecuencia de esta discordancia, todos los autoritarios ”X” tienen al Demócrata “Y” como un enemigo débil que se permite demasiadas libertades, que no sabe imponer respeto, y que deja vagar demasiado la libre personalidad al punto de que puede poner en peligro la fortaleza autoritaria desde la cual se subyugan estos pueblos por siglos y siglos. Nunca se entenderán.