Un
bellísimo cuento de Rosa Montero.
Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana.
Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere su bandeja con el menú en
el mostrador del autoservicio y luego se sienta en una mesa. Entonces advierte
que ha olvidado los cubiertos y vuelve a levantarse para cogerlos. Al regresar,
descubre con estupor que un chico negro, probablemente subsahariano por su
aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo de su bandeja. De entrada,
la muchacha se siente desconcertada y agredida; pero enseguida corrige su
pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al sentido de la
propiedad privada y de la intimidad del europeo, o incluso que quizá no
disponga de dinero suficiente para pagarse la comida, aun siendo ésta barata
para el elevado estándar de vida de nuestros ricos países. De modo que la chica
decide sentarse frente al tipo y sonreírle amistosamente. A lo cual el africano
contesta con otra blanca sonrisa. A continuación, la alemana comienza a comer
de la bandeja intentando aparentar la mayor normalidad y compartiéndola con
exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así, él se toma la
ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan paritariamente del mismo plato de
estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del yogur y la otra de la pieza de
fruta. Todo ello trufado de múltiples sonrisas educadas, tímidas por parte del
muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella. Acabado el
almuerzo, la alemana se levanta en busca de un café. Y entonces descubre, en la
mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una
silla y una bandeja de comida intacta. (Diario El País, 2005)