- Hice una vez un listado de las cosas estables, aquellas que no cambian con el tiempo, o si lo hacen, lo logran muy lentamente, en años. Vemos la lista:
- Las notas musicales
- Las letras del procesador o de la maquina de escribir
- El ajedrez
- Las ecuaciones matemáticas, la mayor parte
- Las reglas del fútbol
- Los signos de la taquigrafía
- Los gatillos de las armas
- Los cordones de los zapatos
- El borrador de los lápices
- Las cuchillas de afeitar
- El tamaño de las azadas
- El nudo de la corbata
- Los números romanos
- Las medias pantalón
- La argolla matrimonial
- Las pantuflas
domingo, 16 de diciembre de 2018
las cosas estables
jueves, 13 de diciembre de 2018
alguien robó mi gallina
Hemos hallado esta interesante y curiosa historia: Andrew Stefens y Karl Lift estaban en
el Golfo Pérsico a bordo de una lancha patrullera. El mar estaba caliente y
registraba 50,9 o más grados centígrados. Como la sed los tenía cercados, Andrew
baja en busca de agua helada y encuentra que se ha acabado. Como es de reglamento, reportan su posición para regresar a la base. En ese momento Andrew decide evocar un
recuerdo singular. Dice:
“Estábamos en entrenamiento en el Caribe y enseguida de la base naval un
campesino poseía un cultivo industrial de sandias. Debido a la sed, los
infantes de marina le coqueteaban a las sandias y por tanto deciden saquear parte del
cultivo. El campesino se da cuenta, no se queja pero toma medidas. A la semana siguiente los infantes repiten el saqueo y súbitamente aparecen 120 infantes muertos y, entre ellos,
un Almirante. Como es obvio, la Marina abre una investigación y encuentra un pesticida de carbamato llamado Furadan inyectado en las sandías. Todo el mundo guarda silencio. "No se
puede poner brava mi vecina porque se robó mi gallina", dijeron en el consejo
nacional de seguridad. Con este aforismo queda en claro, por ejemplo, que muchas veces un amigo deja de saludarnos e ignoramos por qué. Lo único que cabe pensar es que tiene un remordimiento gratuito y nada se puede hacer al respecto. El aforismo es la respuesta. Fin de la historia.
martes, 27 de noviembre de 2018
las lagunas biográficas
Hace
rato nos viene a la mente la idea de construir un diálogo constructivo entre
los escritores y sus “lagunas” vitales.
La
historia de los artistas e intelectuales están llenas de lagunas de su vida que
suelen pasar por alto no solo sus biógrafos, sino también los lectores
distraídos y también los más amigos del personaje. (A propósito, Borges decía
que las notas escritas a mano en los márgenes de los libros son una forma
literaria). Por tanto, cada día estamos más convencidos que este género de
narraciones “lagunas” valen como una inestimable mina de oro para los
novelistas.
Veamos
algunos ejemplos de las lagunas literarias. El novelista francés Mathias Énard (un orientalista de 46 años,
profesor de árabe y hoy radicado en Barcelona) insistió con un viaje auténtico
que hizo el escultor Miguel Angel a Constantinopla invitado por el sultán
otomano Bayezid II para que le
ayudase a construir el puente sobre el Bósforo. Autor de “Dígales sobre
batallas, reyes y elefantes" (Tell
Them of Battles, Kings, and Elephants) y otros relatos, este
libro de Énard es un recuento de
su formidable y erudita atracción hacia esa laguna episódica de Miguel Angel en
Turquía allá por los años de 1506.
Siguiendo esta misma reflexión, de igual modo se pueden hacer unas búsquedas
igual de interesantes de “lagunas biográficas” como el extenso poema de Derek Walcott sobre la influencia del Caribe
en los paisajes impresionistas de Camille Pissarro; o sobre el viaje por tres
días a Paris de Constantine Cavafy y las incidencias del mismo,
según lo describe una novela de Ersi
Sotiropoulos, según lo relata el
crítico Julian Lucas en The New Yorker
(https://www.newyorker.com/contributors/julian-lucas) al reseñar la aventura turca de Micheangelo.
Confesamos que nos ha gustado imaginar algunas lagunas biográficas en nuestro
entorno cultural como estas: el poeta Leon de Greiff como contabilista en la
empresa del ferrocarril que montaba las traviesas en la vía de Bolombolo a La
Pintada; la vicisitudes de Dario Jaramillo Agudelo como jefe del área cultural
del Banco de la República y su deleite con los numerosos libros que le
llegaban; las charlas ruidosas y sugerentes de Estanislao Zuleta con Mario
Arrubla en el café Los Cardenales, mientras Carlos Lemos Simmonds trataba de calmarlos en la
misma mesa; y las conversaciones literarias de Jorge Gaitán Durán con Eduardo
Cote Lemos en la barra del café Excelsior mientras repasaban los manuscritos de
los colaboradores de Mito, muy cerca de Lopez Michelsen tomando café y
discutiendo con Indalecio Liévano Aguirre algún pormenor de la vida de Nuñez.
Y, para ir más lejos, a Franz Kafka hablando solo en el baño de la compañía de
seguros de accidentes laborales donde trabajaba, lamentando la forma como había
muerto una de sus hermanas en el campo de exterminio de Auschwitz; Vladimir
Nabokov explicándole a un colega de la universidad de Cambridge el papel de Humbert Humbert con la nínfula que lo traía
loco; o, finalmente, a Cervantes esperando que unos burócratas del Consejo de
Indias en Cádiz aceptaran su solicitud para viajar al Nuevo Mundo como
oficinista letrado.
No
hay duda que la novelística tiene un terreno muy ancho y muy largo para el
goce.
el paradigma de los micos
Dada la tendencia humana a crearnos
paradigmas mentales que no nos dejan mover de nuestro sitio, vale la pena
repetir una historia, originada al parecer en una revista científica, sobre el
comportamiento de un grupo de micos bajo situaciones puramente
experimentales.
Un equipo de científicos ubicó cinco
monos en una jaula, en cuyo centro colocaron una escalera y, sobre ella, un
montón de bananos. Cuando un mono subía la escalera para agarrar las bananos, los científicos lanzaban un chorro
de agua muy fría sobre los se que quedaban en el suelo.
Después
de algún tiempo, cuando un mono de ese grupo intentaba subir la escalera, ahí mismo los otros lo agarraban
a golpes. Pasados los días, ningún mono se atrevía a subir la escalera a pesar
de la enorme tentación de los bananos.
Entonces, los científicos hicieron un
cambio: sustituyeron a uno de los monos.
La primera cosa que hizo el nuevo fue subir la escalera, de la cual fue bajado
rápidamente por los otros quienes le
dieron una terrible tunda al novato. Después de algunas palizas, el nuevo integrante del grupo ya no subió más la
escalera.
Un segundo mono fue sustituido, y
ocurrió lo mismo. Incluso el primer sustituto participó con entusiasmo de
la paliza al novato. Cuando el tercero
fue cambiado, se repitió el mismo evento. Vino el cuarto y, finalmente, el
último de los veteranos también fue sustituido.
Los científicos se quedaron entonces con
un grupo de cinco monos nuevos que, aún
cuando nunca recibieron un baño de agua
fría, continuaban golpeando duramente a aquel o aquellos que intentasen subir por la escalera para llegar
hasta los bananos.
La moraleja es simple: si acaso fuese
posible preguntar a algunos de los monos por qué razón le pegaban a quien
intentase subir la escalera, con certeza
la respuesta de alguno de los simios sería: "No sé, pero aquí siempre se
han hecho las cosas así”."
¿No les suena muy habitual esa conducta?
¿No es de ahí de donde se supone que nace la resistencia al cambio? ¿Entonces
ya vemos más claramente cuál el origen de los paradigmas arcaicos en que nos
encerramos a veces muy tercamente?
sábado, 24 de noviembre de 2018
"la casa" de mujica laínez
Transcribo la esplendida columna de Gustavo Paéz Escobar sobre una novela de Manuel Mujica Laínez, un escritor argentino, contemporáneo de Jorges y de Bioy Casares, que ha magnificado mi olfato literario.
La misteriosa casa de Manuel Mujica
Por Gustavo Páez Escobar
Durante varios meses estuve
buscando en las librerías de Bogotá la novela La casa, de Manuel Mujica Láinez, agotada desde años atrás. Hasta
que al fin apareció un ejemplar en la librería Torre de Babel, bien conservado
a pesar de los 30 años de su existencia. Este libro, salido en 1988, pertenece
a la décima edición efectuada por Editorial Sudamericana (la primera fue en
1954).
Es una de las novelas más
sugestivas de la literatura argentina, cuya acción se desarrolla en una
suntuosa casa señorial construida a fines del siglo XIX y situada en la calle
Florida de Buenos Aires. Sus propietarios son el influyente senador don
Francisco y su esposa doña Clara, padres de 4 hijos, y protagonistas todos de
singulares sucesos que cautivan la atención del lector.
En realidad, el principal
actor de las varias historias que narra el novelista es la noble casona, convertida en un ser con vida propia, que
habla, ríe, sufre, presencia hechos horrendos, se recuesta en su pasado de
glorias y se duele de su demolición inevitable. Hay momentos en que se escuchan
voces estremecidas entre las paredes que van flaqueando, y surgen reales
fantasmas que brotan de la propia intimidad de quienes habitan la residencia. O
las residencias, porque todos llevamos una casa a cuestas.
Esta casa de Manuel Mujica
es, cómo no, el grito silenciado que se esconde en el alma cuando volvemos al
pasado y nos enfrentamos a las sombras inocultables. Al iniciarse la novela, la
casa nos pone en sintonía de lo que va a pasar: “Soy vieja, revieja. Tengo 68
años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día”.
Sí: la están matando, la están desmantelando y descuartizando, la están despojando
de sus lustres y sus pergaminos, para volverla el esqueleto que pronto llegará
a ser. Pero antes dirá su verdad.
Ella ha presenciado un crimen
que nadie vio –el crimen del balcón– y capta el drama del hijo loco. Por eso,
clama con furor enardecido cuando se inclina alguna columna y tapa la realidad.
Ella sabe de las lujurias cometidas en los cuartos cómplices; de las intrigas,
los chismes y los enredos de la esclarecida familia; de las infidelidades
urdidas en el secreto de las alcobas; de los pecados cuyo eco por la casona
solo ella percibe, lo abomina y le eriza la piel.
Mientras tanto, resuena el
carnaval que sacude a la ciudad y se siente con mayor ímpetu en la inquieta
calle Florida, frente a la residencia patricia. La casa, aquí y en todas partes,
hoy y siempre, es un termómetro de la conciencia. Es el reflejo de lo que
llevamos adentro. En eso reside la magia de Manuel Mujica al escribir su obra
cumbre.
El escritor nació en Buenos
Aires en 1910 y murió en La Cumbre, Córdoba, en 1984. Sobresalió como crítico
de arte, periodista y novelista. Su obra narrativa, con fondo histórico, ocupa
puesto destacado en la literatura argentina. Venía de una familia
aristocrática, con raíces de los fundadores de la nación. Después de residir
varios años en Europa regresó a su país y se dedicó a la escritura de sus
libros. Su prosa es amena, fluida, seductora.
La casa fue
escrita entre enero y agosto de 1953, y editada en 1954. Por lo tanto, lleva 64
años de vida, casi la misma edad del autor. Las casas literarias no mueren,
como sucede con las físicas: estas se derrumban bajo el peso de los años, y en
cambio las literarias sobreviven en los ejemplares que no logra destruir el
tiempo, como este que estaba guardado en una librería de viejo y ha motivado la
presente columna.
Clara, la esposa del senador,
es personaje pintoresco, encantador. Mujer bella y elegante en su juventud, fue
perdiendo el encanto físico hasta volverse glotona y obesa. La pasión por el
dulce le formó una figura caricaturesca, que no la estorbaba. Genial en sus
gustos y disgustos. Siempre se mantuvo vanidosa, autoritaria, intrigante. Su
presencia se siente a lo largo de toda la novela. Va y viene. Ya muerta, vuelve
muchas veces a las páginas que avanzan, como queriendo decir que no se resignaba
al olvido ni dejaba perder su esencia femenina.
La novela está considerada
como una alegoría política e histórica de la Argentina. Cuando fue escrita en
1953, Eva de Perón llevaba un año de muerta, y el gobierno de su marido entraba
en la decadencia. Muchos de los sucesos que se describen encarnan lo que
acontecía en la vida real del país. Hay símiles impresionantes. El derrumbe de
la casa es el derrumbe de la Argentina.
viernes, 23 de noviembre de 2018
los falsos demócratas
Es
cada día más evidente que los colombianos vivimos una especie de anormalidad
política: por una parte, nos proclamamos demócratas, hacemos enormes elogios de
la democracia, alabamos la existencia de las elecciones donde se decide la
suerte de nuestros gobernantes y, en fin, presumimos de tener la mejor de las
democracias latinoamericanas.
Pero,
por otro lado, nuestra conducta como ciudadanos que votamos indica que añoramos
y reclamamos la presencia de gobernantes fuertes que nos rediman de las
potencias del mal… a la fuerza. Somos entonces autócratas in pectore
(y no solamente en la política sino también en las costumbres regulares, en el
hogar, en la escuela, en la familia), y demócratas de exhibición. Mientras
exaltamos los valores democráticos suspiramos por el estilo autoritario de los
gobernantes, como la añoranza de unos gobiernos anteriores. Esta incoherencia,
esta ambigüedad, se vive casi del mismo modo en las empresas privadas donde los
jefes se proclaman tolerantes pero son una legión de déspotas y acosadores.
Por eso decimos,
porfiando en esta tesis, que existen en Colombia dos clases de demócratas:
llamamos Demócrata “X” al individuo que se exhibe como demócrata,
que defiende públicamente, y a veces de modo intransigente, los valores
democráticos y finge que se hace matar por ellos. No obstante, en su proceder privado y diario,
esos valores evidencian lo contrario: es visiblemente autoritario en las
relaciones con los demás, desde la familia hasta el trabajo. Piensa como un demócrata, y se pelea porque
los reconozcan así, pero se conduce como un tirano. De dientes para afuera, es
un demócrata; de dientes para adentro, es un autoritario refinado: en suma, es
un embaucador de la democracia.
El
Demócrata “X” se ve por todos lados: la desgracia de estos tiempos es esta
incongruencia que se inicia en la misma familia, pasa por la escuela y la
universidad, llega al trabajo y se propaga por los canales de los partidos
políticos hasta la administración del Estado. Los ”X” son aquellos padres
“demócratas” que votan como liberales
pero son arbitrarios, intervencionistas y celosos en la casa; son esos
profesores y maestros “demócratas” que votan a socialistas pero utilizan la
regleta o el tono regañón para imponer sus ideas en la clase ; son los
jefes de personal “demócratas” que aplastan sin pensarlo cualquier conato
ínfimo de oposición interna.
El
Demócrata “Y”, por el contrario,
es una especie rara: no sólo posee y defiende los valores democráticos, sino
que los hace ostensibles en su comportamiento personal de todos los días, en el
trabajo o en la familia. Es tolerante con los conceptos ajenos; permite la
circulación de las ideas sin imponer las propias; sabe escuchar con paciencia
las opiniones contrarias a las suyas;
delega sin temores a quienes sabe maduros para decidir; ofrece a los grupos la
oportunidad de llegar al consenso, y tiene de veras alto respeto por las
emociones y sentimientos de los demás.
Pero,
mientras no exista un clima psicológico idóneo para su seguridad, el Demócrata “Y” será una especie
anónima y casi irreconocible. Entre otras cosas, porque si permite mucho
debate, se lo califica como débil; si sabe oír, se dirá que no tiene ideas
propias; si hace poco por imponer su voluntad, se pensará que no tiene
pantalones; y si permite demasiado la participación, se dirá que es un blando.
Como consecuencia de esta discordancia, todos los autoritarios ”X” tienen al
Demócrata “Y” como un enemigo débil que se permite demasiadas libertades, que
no sabe imponer respeto, y que deja vagar demasiado la libre personalidad al
punto de que puede poner en peligro la fortaleza autoritaria desde la cual se
subyugan estos pueblos por siglos y siglos. Nunca se entenderán.
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