Hace rato nos viene a la mente la idea de
construir un diálogo constructivo entre los escritores y sus “lagunas” vitales.
La historia de los artistas e intelectuales
están llenas de lagunas de su vida que suelen pasar por alto no solo sus
biógrafos, sino también los lectores distraídos y también los más amigos del
personaje. (A propósito, Borges decía que las notas escritas a mano en los
márgenes de los libros son una forma literaria). Por tanto, cada día estamos
más convencidos que este género de narraciones “lagunas” valen como una
inestimable mina de oro para los novelistas.
Veamos algunos ejemplos de las lagunas
literarias. El novelista francés Mathias Énard (un orientalista de 46 años,
profesor de árabe y hoy radicado en Barcelona) insistió con un viaje auténtico
que hizo el escultor Miguel Ángel a Constantinopla invitado por el sultán
otomano Bayezid II para que le ayudase a construir el puente sobre el Bósforo.
Autor de “Dígales sobre batallas, reyes y elefantes" (Tell Them of
Battles, Kings, and Elephants) y otros relatos, este libro de Énard es un
recuento de su formidable y erudita atracción hacia esa laguna episódica de
Miguel Angel en Turquía allá por los años de 1506.
Siguiendo esta misma reflexión, de igual modo se pueden hacer unas búsquedas
igual de interesantes de “lagunas biográficas” como el extenso poema de Derek
Walcott sobre la influencia del Caribe en los paisajes impresionistas de
Camille Pissarro; o sobre el viaje por tres días a Paris de Constantine Cavafy
y las incidencias del mismo, según lo describe una novela de Ersi Sotiropoulos,
según lo relata el crítico Julian Lucas en The New Yorker (https://www.newyorker.com/contributors/julian-lucas) al reseñar la aventura
turca de Micheangelo.
Confesamos que nos ha gustado imaginar algunas lagunas biográficas en nuestro
entorno cultural como estas: el poeta León de Greiff como contabilista en la
empresa del ferrocarril que montaba las traviesas en la vía de Bolombolo a La
Pintada; la vicisitudes de Dario Jaramillo Agudelo como jefe del área cultural
del Banco de la República y su deleite con los numerosos libros que le
llegaban; las charlas ruidosas y sugerentes de Estanislao Zuleta con Mario
Arrubla en el café Los Cardenales, mientras Carlos Lemos Simmonds trataba de
calmarlos en la misma mesa; y las conversaciones literarias de Jorge Gaitán
Durán con Eduardo Cote Lemos en la barra del café Excelsior mientras repasaban
los manuscritos de los colaboradores de Mito, muy cerca de Lopez Michelsen
tomando café y discutiendo con Indalecio Liévano Aguirre algún pormenor de la
vida de Nuñez.
Y, para
ir más lejos, a Franz Kafka hablando solo, en el baño de la compañía de seguros
de accidentes laborales donde trabajaba, lamentando la forma como había muerto
una de sus hermanas en el campo de exterminio de Auschwitz; Vladimir Nabokov
explicándole a un colega de la universidad de Cambridge el papel de Humbert
Humbert con la nínfula que lo traía loco; o, finalmente, a Cervantes esperando que
unos burócratas del Consejo de Indias en Cádiz aceptaran su solicitud para
viajar al Nuevo Mundo como oficinista letrado.
No hay duda que la novelística tiene un terreno
muy ancho y muy largo para el goce.
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