Hay una afirmación de la actual canciller alemana Angela Merkel que
revela una verdad de la política a veces minimizada. Dice así: “Los presidentes
no heredan problemas. Se supone que los conocen de antemano y por eso se hacen
elegir para gobernar con el propósito de corregir dichos problemas. Culpar a
los predecesores es una salida fácil y mediocre”.
Hemos leído esta versión hace poco y se nos ocurre que podemos explicarla
con otra perspectiva de esta época: empecemos por señalar que no todos los
gobernantes son perfectos. Desde el momento de tal afirmación se puede pensar que si existen gobiernos debe existir
alguna manera de solucionar el problema de los gobernantes imperfectos. Lo
complicado es cuando alguno de ellos, candidato o gobernante, ha prometido hacer
el diseño de una sociedad ideal. Es decir, cuando uno escucha esa promesa de un
candidato, lo mejor que puede hacer es salir corriendo y votar en su contra: un
ser imperfecto que cree tener el secreto de una sociedad ideal, es aún más
imperfecto que el resto de nosotros. Darle poder sería una disparate.
En consecuencia, y dentro este mismo razonamiento, si la
democracia nos obliga a elegir parecería correcto decir que uno no puede convertirse
en fanático incondicional de un candidato o gobernante al que supone como una
persona excepcional y sin defectos. Ofrecer o respaldar el otorgamiento de
mucho poder en seres imperfectos, es como ponerse a sabiendas en manos de
personas que, por ello mismo, cometerán errores y caerán en conductas
indebidas. Y algo aún más obvio: los gobernantes
son seres imperfectos que no pueden producir gobiernos perfectos. No obstante, es
inevitable que, para evitar la anarquía o el desgobierno, los pueblos caen
repetidamente en esa equivocación que la gente adivina de antemano.
La razón por la que gobernantes imperfectos se autodenominan a
sí mismos salvadores nacionales y redentores sociales, por lo general como
parte de la campaña, es precisamente por una característica muy propia de los
gobernantes imperfectos: salvo muy escasas excepciones, los gobernantes que
proponen grandes redenciones tienen una visión muy simplificada y engañosa del
mundo. Para muchos, el mundo está formado usualmente de buenos y malos, y desde
ese momento las cosas comienzan a ir por un camino incierto.
En resumen, si alguien en verdad tiene una genuina vocación de
servicio a la sociedad debería pensarlo dos veces antes de entrar a una oficina
del gobierno. Vería realizados sus sueños de servicio con mayor plenitud en las
acciones que realizan los misioneros, los enfermeros y una serie de personas
que con escasos ingresos se consagran a la atención de los demás. Vale decir
que tiene que estar preparado para ello porque la vocación de servicio se va
agotando, en especial entre nosotros, entre los vericuetos de la burocracia y
las acechanzas de los corruptos.
Piénsenlo bien los candidatos a cargos públicos a partir del año
entrante: las artimañas son muchas y la ética a menudo es incapaz para hacerles
frente. A menos que la vocación de servicio sea tan fuerte que ahogue todos lo
demás intereses y propósitos. En ese caso, lo que queda es consagrarse totalmente
al bien y vivir esa realidad intensamente.